En un artículo anterior conocíamos cuándo aplicar calor en una lesión, dado que dependiendo del tipo de lesión que se haya sufrido y –sobretodo- el tiempo transcurrido desde que ésta se produjo, puede corresponder la aplicación de calor, o sin embargo sería más aconsejable aplicar frío.
Después de producirse una lesión es común que aparezca una hemorragia, que rápidamente tiende a extenderse hacia el interior de los diferentes tejidos, lo que posteriormente libera una serie de sustancias desencadenantes del proceso inflamatorio, originando finalmente inflamación y dolor. Un golpe, una torcedura, un esguince, una contractura… e incluso una lesión muscular y/o articular se pueden producir cuando corremos o practicamos algún otro ejercicio físico.
En el caso particular de la aplicación del calor, es adecuado cuando han pasado 48 horas tras haberse producido la lesión; o bien en caso de dolencias crónicas, como dolor cervical, dolores reumáticos, artrosis y artritis.
Sus efectos no solo sobre la lesión sino sobre las zonas adyacentes son claras:
- Actúa como antiinflamatorio: es decir, sobre zonas inflamadas.
- Ayuda y favorece la cicatrización.
- Favorece la reparación de los tejidos al aumentar el aporte de oxígeno y nutrientes.
- Analgésico: disminuye la sensibilidad al dolor, actuando como analgésico.
- Aumento de la circulación sanguínea y linfática.
- Incrementa la flexibilidad y elasticidad del tejido conectivo, disminuyendo la rigidez articular.
La aplicación de calor, por otro lado, también ayuda positivamente a la hora de evitar el riesgo de lesiones, al aumentar la elasticidad de los músculos. De hecho, los tejidos al ser calentados ceden mucho más fácilmente al estiramiento, a la vez que disminuye el espasmo muscular produciendo una relajación de la musculatura lisa y estriada.
Imagen | Francois Peeters